¿Cómo vivir la muerte?
Cómo vivir ahora sabiendo que vamos a morir y cómo vivir el tramo final de nuestras vidas
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Hoy traigo un tema tan aterrador como inevitable: La muerte.
La mejor demostración de la incomodidad que nos genera, es el rechazo que probablemente has sentido cuando lo he mencionado: ¿ahora por qué viene este a molestarme con pensamientos desagradables?
La muerte es, sin duda, el gran tabú de occidente. Mientras otras culturas conservan una cierta cercanía con esta, que les permite afrontar el fin con cierta dignidad, en occidente pasamos la mayor parte de nuestra vida escudados detrás de una ficción: vivimos como si fuéramos eternos y morimos confundidos y angustiados. El escaso contacto que tenemos con la parca durante nuestras vidas suele aparecer en clave de humor, por ejemplo en las películas de acción, dónde matar o morir no es más que un evento penoso que sucede al enemigo.
Cuando alguien muere en nuestro entorno, raramente tenemos la posibilidad de ver el cuerpo en estado real. Probablemente es parte de un acuerdo implícito: ni nos dejan, ni queremos. En cambio, nos enfrentamos gustosamente a un muñeco de cera con un rostro extrañamente moldeado por un forense; y al ver el difunto pensamos, ¿quién es este? Toda esta pantomima disfrazada de protocolo funerario solo es otra forma de alejarnos de la angustiosa realidad.
Sin embargo, es indudable que todos vamos a enfrentarnos por lo menos a una muerte, la nuestra. Evitamos pensar en ello, pero la experiencia nos dice que esta estrategia no da muy buenos resultados. Deberíamos adoptar la aproximación opuesta, es decir, reflexionar sobre qué queremos hacer en los últimos momentos de nuestra vida cuando aún tenemos tiempo y gozamos de la serenidad de la distancia. Porque pensarlo cuando ya se asoman las orejas del lobo, no da mucho margen para tomar buenas decisiones.
Esta reflexión no debe centrarse tanto en qué hay después de la muerte (eso ya lo descubrirás), ni en cómo serán los últimos suspiros antes de pasar al otro lado, como dijo Montaigne “la muerte es solo un punto que pasa en un abrir y cerrar de ojos.” Lo que sí merece la pena es reflexionar sobre cómo queremos vivir ahora, sabiendo que vamos a morir, y sobre cómo esperamos vivir durante el tramo final de nuestras vidas.

Cómo la muerte nos ayuda hoy a vivir mejor
Olvidarnos de la muerte nos lleva a considerar nuestro tiempo ilimitado, una presunción insensata, primero, porque no lo es, pero segundo y más importante, porque cualquier cosa abundante pierde su valor. Por ese motivo estamos dispuestos a malgastar nuestro tiempo con gran facilidad.
El arrepentimiento aparece cuando ya es tarde, nos damos cuenta de que el tiempo no era infinito y nos cabrea. ¿Qué clase de truco es este? Nuestra vida entera gravita sobre una asunción incorrecta, lo cual nos lleva a plantearnos una pregunta: ¿de qué sirve todo el trabajo hecho, el dinero acumulado, los logros alcanzados y el respeto conseguido si tenemos que soltarlo todo al final? La cruda respuesta es: De nada.
Pero hacernos esta pregunta solo sirve para deprimirnos, la pregunta correcta para corregir nuestra vida es, ¿cómo viviríamos si fuéramos conscientes de la muerte? Por suerte, no somos los primeros en hacérnosla. Laura Carstensen, catedrática en psicología de la universidad de Stanford, formuló la siguiente hipótesis: La forma que decidimos pasar nuestro tiempo podría depender de la cantidad de tiempo que percibimos que nos queda.
En su estudio la Dra. Carstensen demostró que las personas mayores aprecian más la vida que las jóvenes. Hay quien podría pensar que esto es debido al ambiguo concepto de la madurez emocional; para comprobarlo, Carstensen replicó el estudio en jóvenes con enfermedades terminales, y descubrió que, de nuevo, éstos disfrutaban más del tiempo que tenían que los jóvenes sanos. La conclusión era clara: cuando se acerca el final, somos más propensos a usar mejor nuestro tiempo.
La explicación es que de jóvenes pensamos que viviremos para siempre, nos volcamos en nuestros planes de futuro y en los logros que ambicionamos, lo cual nos lleva a preocuparnos por banalidades y así nos vamos sumergiendo en una espiral de ansiedad, “tal reunión me ha ido mal, le caigo mal a tal persona, etc.” Todo esto pierde su importancia cuando aparecen las orejas del lobo. Entonces dejamos de centrarnos en el futuro y comenzamos a valorar más el tiempo que pasamos haciendo las cosas que nos gustan con nuestros seres queridos.
Viktor Frankl nos invita a corregir este comportamiento estimulando nuestro sentido de la responsabilidad con un sencillo ejercicio: Imagina que ya has vivido el día de hoy, y la primera vez lo has desperdiciado. No hay nada mejor que arrepentirnos del error que estamos a punto de comenter para asegurar que no lo cometemos.
Actúa como si vivieras por segunda vez y la primera lo hubieras hecho tan desacertadamente como estás a punto de hacerlo ahora. Pocas estrategias estimulan más el sentido de la responsabilidad que esta máxima que invita a imaginar, primero, que el presente ya es pasado y, segundo, que ese pasado se puede corregir. Este precepto enfrenta al hombre con la finitud de la vida y con su finalidad personal y existencial.
Viktor Frankl - El hombre en busca de sentido
Cómo vivir el tramo final de nuestras vidas
Tampoco los últimos días son demasiado consoladores. Todos tenemos la experiencia de ver a nuestros familiares apagándose en prisiones residencias en las que les obligan a seguir un régimen estricto, tratándolos como a niños pequeños. Por otro lado tenemos conocidos que, enfermando jóvenes, han tratado de alargar su vida en vano con intervenciones complejas y poco eficaces; en estos casos el problema no es únicamente que las terapias fracasen, sino que además los pacientes pagan el alto precio de perder calidad de vida en esos últimos capítulos de su existencia.
Esto es lo que señala Atul Gawande en su ensayo Ser mortal; en él nos desvela una clave para cambiar nuestro punto de vista: Incluso en los últimos momentos, tenemos la profunda necesidad de que nuestra vida adquiera significado y valga la pena. En otras palabras, en algunas situaciones alargar la vida a cualquier precio puede ser contraproducente.
Abuelos rebeldes
Un ejemplo de este comportamiento erróneo es cuando limitamos demasiado la libertad de las personas mayores en aras de su seguridad, ya que frecuentemente acaba deprimiéndolos. Les obligamos a dejar de hacer aquellas cosas que les gustan para mantenerlos a salvo; imponemos nuestro propio régimen carcelario, y probablemente sea efectivo para mejorar su seguridad, el problema es que la seguridad no es un motivo demasiado atractivo para vivir.
Para abordar esta cuestión tenemos que mirar el experimento de Keren Brown Wilson, la creadora de la residencia asistida (distinta de la residencia geriátrica). La premisa principal de su experimento era crear un lugar en el que permitir a los mayores mantener su independencia, de modo que pudieran seguir teniendo el control de sus vidas, pero que al mismo tiempo tuvieran a su disposición todos los recursos necesarios para su seguridad. Podían despertarse y acostarse cuando les apeteciera, cerrar la puerta con llave para que no entrase nadie, si querían incluso se les dejaba comer helado en el desayuno y no tomar ninguna pastilla. Cualquiera pensaría que con tanta poca vigilancia, los residentes rápidamente pondrían sus vidas en riesgo. Esto mismo pensaron las autoridades, pero al revisar el historial se dieron cuenta de que sucedía justo lo contrario, no solo había aumentado su felicidad general, sino que tanto la función física como cognitiva habían aumentado y las depresiones habían disminuido. Cuanto más control les permitían tener a los mayores, más se responsabilizaban ellos mismos de sus vidas.
La pregunta lógica que todos nos hacemos es, entonces, ¿por qué mi madre o mi padre no se toma las pastillas? Si excluimos las personas con demencia, parece que la conclusión más plausible es que no tomarse las pastillas sea un acción de rebeldía contra la sensación de arrebatarles el control de sus vidas, como si esto fuera lo único sobre lo que sienten que pueden continuar decidiendo.
Sabiendo esto, lo que podríamos hacer es, por un lado, dar cierto control a las personas mayores sobre sus vidas (incluso cuando nosotros podamos tomar mejores decisiones que ellos, continúan siendo sus vidas de las que hablamos) ya que, como hemos visto en el experimento de Wilson, la sensación de control sobre uno mismo mejora nuestra motivación. Y, por otro lado, permitirles mantener aquellas cosas que son valiosas para ellos, aunque supongan un riesgo aceptable.
Lógicamente, hay que evaluar cada caso, hay ciertos grados de demencia que no permiten dar demasiado control al paciente. Sin embargo, no hace falta poner en riesgo sus vidas ni darles un control absoluto para que mejore su felicidad. Ofrecer control en tareas cotidianas como elegir una planta y cuidarla, o personalizar la habitación del hospital, también ha demostrado mejoras significativas en la salud física y emocional.
Pacientes incansables
Otro ejemplo de cómo la esperanza por alargar la vida nos puede jugar una mala pasada, es cuando nos enfrentamos (nosotros o nuestros seres queridos) a una enfermedad terminal. En este caso, optar siempre por el próximo tratamiento, sin entender primero las prioridades del paciente, es un error, ya que el camino puede convertirse en una batalla encarnizada, en la que acabamos sacrificando el propósito de vivir a cambio de una minúscula esperanza de prolongar tímidamente el tiempo que nos queda. Raramente evaluamos las probabilidades reales y medimos los riesgos de la intervención, para discurrir que, a veces, lo mejor es no hacer nada.
Lógicamente, es fácil de decir, pero difícil de hacer. Estamos configurados para tener esperanza ante las adversidades más severas, pero si esto nos hace llegar al mismo destino con peor calidad, y sin habernos preparado para afrontar la realidad, no parece una buena estrategia.
En este caso, Atul Gawande nos propone un nuevo enfoque a través de tres preguntas que pueden ayudar a tomar mejores decisiones: ¿cuáles son tus mayores miedos?, ¿qué es lo más importante para ti?, y, ¿qué sacrificios estás dispuesto a hacer, y cuáles no? Con ellas podemos entender mejor cuándo merece la pena luchar y cuándo es momento de parar.
El autor nos expone el ejemplo de su padre con el que, al ser diagnosticado con cáncer de médula, decidió tener esta incómoda pero valiosa conversación. De ella concluyó que el mayor miedo de su padre era no poder cuidar de sí mismo y ser una carga para su madre, que lo más importante para él era terminar una obra benéfica que había comenzado, y que no estaba dispuesto a quedarse en una silla de ruedas, ya que quería continuar estando al mando de su vida. Dicho esto, decidieron no poner en riesgo su movilidad con una operación demasiado compleja y ambiciosa para las escasas probabilidades de éxito que ofrecía; en cambio, hicieron una operación más sencilla y le pusieron en cuidados paliativos para poder pasar el tiempo que le quedaba trabajando en su proyecto y sin dolor.
Conclusión
Es cierto, por consiguiente, Simmias, que los verdaderos filósofos se ejercitan para la muerte, y que ésta no les parece de ninguna manera terrible.
Sócrates
En este artículo he intentado recoger algunas herramientas que tienen como objetivo lo que Sócrates llamaría “ejercitarnos para la muerte”. Una tarea pendiente en la cultura occidental que nos ha llevado no solamente a morir peor, sino también a vivir inconscientemente. Vivimos escondidos en la ilusión de la eternidad y acabamos nuestros días malvendiendo nuestras prioridades por la falsa esperanza de volver a recuperar un pasado mejor. Ejercitémonos para la muerte y vivamos conscientes de nuestra finitud.
Ejercicios prácticos:
Cómo vivir mejor hoy: Como propone Viktor Frankl, imagina que ya has vivido el día de hoy, y la primera vez lo has desperdiciado. Piensa cómo lo vivirías si tuvieras una segunda oportunidad.
Cómo ayudar a vivir mejor a las personas mayores: Permitirles cierto grado de control sobre sus vidas y mantener aquellas cosas que son valiosas para ellos. No hace falta ponerlos en un gran riesgo, dejarles decidir sobre tareas cotidianas como cuidar una planta o la decoración de un espacio ya ha demostrado resultados positivos.
Tres preguntas que pueden ayudar a tomar mejores decisiones para afrontar el final: ¿cuáles son tus mayores miedos?, ¿qué es lo más importante para ti?, y, ¿qué sacrificios estás dispuesto a hacer, y cuáles no?
Que tema más importante Álex. Yo estoy en pleno momento de cuidar a mi madre que es ya muy mayor y me las veo y me las deseo para conseguir ese punto intermedio entre intervenir y dejar independencia. Es tan complicado y causa tantas discusiones entre nosotras.
Lo más difícil para mí es ver cómo mi madre no encuentra muchas razones para vivir, se ha vuelto terriblemente cínica, pero se que debajo del cinismo hay miedo y falta de ilusión.
Quizá a estas edades hay pocas soluciones y lo que hay que hacer es aceptar y parchear. Gracias por la reflexión. ¡A ver cómo lo hacemos nosotros!.
Me ha gustado mucho tus reflexiones Alex. Algo que parece sorprender mucho a la gente es ver como personas que han pasado una enfermedad grave, como por ejemplo un cáncer, tienen al superarlo tener una mayor alegría y predisposición a disfrutar de la vida. Es justo por esa sensación de abundancia o escasez lo que dota o no de valor a nuestro tiempo.
A modo de curiosidad, esa intuición de que las cosas valen en función de lo abundante o escaso que sean se lo debemos a los pensadores de la Escuela de Salamanca, unos adelantados a su tiempo en materias como la Economía. Esas ideas no fructificaron (donde la ortodoxia de la teoría del valor residía en la creencia de que las cosas valen lo que cuesta producirlas) hasta la llegada de autores como Jevons, Walras y Menger. Gracias a Schumpeter o Rothbard, se les dio a estos pensadores españoles el lugar que les corresponde en la historia del pensamiento económico.